Cuentos y Leyendas del Río Uruguay
UNA HISTORIA COMO TANTAS
Myriam Teresita Montiel Demaris *
Atardecer en la isla de la Almeria y Queguay Grande en el Río Uruguay
Éramos
una familia numerosa que vivíamos en la zona de Constancia, una población al
norte de la ciudad de Paysandú.
Allí
teníamos animales, cultivábamos la tierra y mis hermanos mayores concurrían a
la escuelita del pueblo.
Corría el
año 1953, yo era muy pequeño, nací en 1947, en mi casa se hablaba de hacer un
viaje, el tema era ir a vivir a una isla. Yo no entendía nada, pero supe que
nos mudaríamos. El clima en casa era de alegría, todos ayudábamos en algo. Creo
que en algún momento pensé: “Ahora viene el camión, cargamos todo, y nos
vamos”, pero la verdad es que nunca pensé que la mudanza se haría en dos medios
de transporte, y en dos etapas. El camión nos llevó hasta la costa del río y allí
nos esperaba una embarcación. No sabía que nuestro destino era justo en el
medio del Río Uruguay, en aquella isla llamada Isla Grande del Queguay.
Exactamente queda frente al pueblo Liebig, provincia de Entre Ríos.
Vista aérea el delta que forma el Río Queguay, que en Guarani significa "peine de agua"
Entre las islas se ve el Banco de arena el Bariyal
Entre las
cosas que llevábamos a nuestro nuevo domicilio iban dos vacas lecheras, algunas
gallinas y algunos cerdos. De esta forma comenzaba nuestra vida en aquel lugar
casi virgen, pura naturaleza.
Nuestro
trabajo consistía en hacer leña para abastecer a la usina de Paysandú (donde
hoy esta la piscina del Club Remeros). También hacíamos carbón y abastecíamos a
diferentes depósitos de la ciudad. Esta carga era traída a Paysandú en barcos
que siempre descargaban junto a la usina.
En el
trabajo del monte participaba toda mi familia, desde el más pequeño al hombre,
mis tres hermanas mujeres que además de ayudar a mamá en la tarea de la casa
monteaban igual que todos.
Más
adelante empezamos a traer la madera a la ciudad y para eso construíamos balsas
con la misma madera (jangadas), así con la corriente a favor traíamos nuestro
trabajo, a fuerza de lucha, con el río ya sea calmo o embravecido, todo a
fuerza de pulmón.
La isla de Queguay Grande con su densa vegetación que se ve a lo largo de la costa del Río Uruguay
Allí no
había escuela, ni plazas, todo era monte y río, naturaleza y lucha. Era esta la
única vida que conocíamos y así fuimos creciendo.
Mamá
amasaba el pan, ordeñaba las vacas, cultivaba la huerta y además fue maestra de
mis hermanas, les enseño a leer y a escribir. A los varones no pudo enseñarles,
no teníamos tiempo, había que trabajar, y según papá: “¿Para qué?”.
Mamá se
hacia tiempo para todo, hasta nos confeccionaba la ropa, remendaba pantalones,
tejía puloveres. Era una madre doctor, nos curaba cuando nos lastimábamos, nos
hacia remedios mágicos para la tos y la fiebre.
Muchas
veces, en aquellos crudos inviernos isleños, cuando muy tempranito salíamos a
buscar las vacas, se nos helaban los pies y nos dolían terriblemente, entonces
corríamos a donde las vacas defecaban y allí los calentábamos. Nuestro juguetes
fueron caracoles y cucharitas del río; también construíamos algunos de barro
cocido, pero el tiempo para jugar casi no existía, papá era muy exigente, había
que trabajar.
En los
días de lluvia el trabajo mermaba, entonces mi hermana mayor se sentaba cerca
de la cocina a leña y nosotros la rodeábamos y nos deleitaba con las lecturas
de “Juan el zorro”, o bien nos leía algún cuento que nos transportaba quién
sabe a qué lugar fantástico. Esos eran momentos en que nuestra imaginación
volaba; como cuando escuchábamos algún radioteatro, aquello era mágico.
En abril
del año 1959, el río comenzó a crecer muy rápido, los días eran grises y de
muchas lluvias. Papá se puso terco y decía: -“Ya va a mejorar el tiempo y el
río va a bajar”. Pero el río fue más terco que papá y muy pronto nos
acorraló.
La casa
donde vivíamos era una construcción de material, de dos plantas, entonces a las
habitaciones de arriba habíamos trasladado todo lo que pudimos.
No
recuerdo cuánto tiempo estuvimos allí, sólo sé que teníamos terror. Mirábamos
alrededor y veíamos la furia del río, los animales ahogándose, y todo era
arrastrado por esa furiosa correntada. Recuerdo que mamá casi ni hablaba, sólo
la escuchábamos rezar.
En un
momento mi hermano mayor, un joven de 18 años, se animó y atravesó el río en la
chalana hasta Liebig en busca de ayuda. Era este el lugar más cercano que
teníamos, pues nuestra ciudad de Paysandú se encuentra a quince
kilómetros aproximadamente de la isla y el tema era conseguir auxilio lo antes
posible. Luego de unas horas oímos que se acercaba un motor, mi mamá que hasta
entonces sólo la oía rezar, dijo: -“Gracias a Dios estamos salvados”. Era
una embarcación de prefectura de Colon E.R, que efectivamente venían a
socorrernos. Nos trasladaron a Liebig, incondicionalmente durante
tres meses nos dieron vivienda, abrigo, comida, afecto y amistad de muchísimas
familias argentinas. Algunos de los nombres que aún recuerdo son: Familias
Martínez, Meyer, Pralon, y el marinero De la Rua que al igual que nosotros
estaba evacuado en aquel lugar.
Población de Leibig, Provincia de Entre Ríos, Rep. Argentina
Antigua fábrica de Leibig que producia cornebeef y que llego a tener 3.500 empleados. Cerrada en 1980 por la crisis económica
Estos
tres meses que estuvimos evacuados nos sirvió para ver de cerca todo lo que era
la vida del pueblo. Había vecinos, almacén, niños jugando en una canchita, una
plaza, una escuela, y tantas cosas que en la isla carecíamos.
De allí
en más volver a la isla no sería lo mismo, pero volvimos.
Poco a
poco mis hermanos mayores se vinieron a Paysandú, y así me fui vinculando
también yo a la ciudad, hasta que en el año 1967 me vine para siempre.
Acá en la
ciudad he realizado muchos trabajos, pues lo único que sabíamos hacer era
trabajar y trabajar.
Formé una
linda familia, hace 36 años estoy casado, tenemos cinco hijas, un varón y seis
hermosos nietos.
Traté de
darles a mis hijos todo aquello que por alguna razón no tuve.
Creo
haber sembrado buena semilla, porque hoy con 65 años miro mi cosecha y tengo
los mejores frutos.
Dios ha
estado presente en cada unos de mis días.
Papá y
mamá ya no están, tampoco están algunos de mis hermanos… Es la vida.
Hace un
tiempo volví con mi hermano mayor y mi hijo a aquel lugar donde viví gran parte
de mi vida, aún hay ruinas de la casa allí. La emoción me inundó al subir
aquellos escalones que llevaban a la parte alta de la vivienda, fue
revivir muchos recuerdos. Aún me queda una materia pendiente, la de ir a Liebig
y recorrer aquellos lugares donde estuvimos evacuados; quiero ver algo que me
recuerde todo, quiero poder agradecer a los hombres de prefectura que no
tuvieron miedo de atravesar el río con su bravura para rescatarnos de una
muerte segura.
Antigua Cabaña de troncos en la zona del Delta
De alguna
manera siento que les debemos la vida a nuestros hermanos argentinos, siento en
verdad que hay un fuerte lazo dentro de mí que me une a los argentinos,
es ésta la ”Hermandad” que tanto se habla? Supongo que si, porque
hablar de esto me llena de emoción.
Cuando en alguna ocasión hablo de esto con mis hijos y mis nietos, me escuchan
con mucha atención, les cuento anécdotas y vivencias, y parece que las revivo,
y me gusta hacerlo, no se por qué, es sólo “Una historia como tantas”, es la
historia de mi vida…
El
segundo premio se otorgó al trabajo “Una historia como tantas”, de una
sanducera que traduce los recuerdos de su esposo trabajando desde niño en la
isla del Queguay.
(*) La autora, Myriam Teresita Montiel Demaris, traduce los recuerdos de su esposo que trabajo de niño en la Isla del Queguay. Este relato, recibió el segundo premio al Concurso "Vidas sin frontera" que organizó la radio OID MORTALES de la ciudad de Concordia (Prov. de Entre Rios, Argentina) y del periódico EL ENTRERRIANO de la ciudad entrerriana de Colón.
El sol cae sobre la Isla de Queguay Grande sobre la costa del Río Uruguay. Un paraíso para hombres y mujeres valientes, tierra de conquistadores, colonizadores y ascestas.
XRISTOS ANESTI!
Proto Monasterio Pavel Florenski
Iglesia Ortodoxa Bielorrusa Eslava en el Extranjero